miércoles, 5 de enero de 2011

Inercia Cultural

Los memes, o elementos culturales fundamentales, al igual que los genes, necesitan un mecanismo eficaz que los replique y otro que los preserve.

Y si la educación en la niñez se encarga de replicarlos, la inercia cultural garantiza su conservación. Por ello no es casual que nuestro cerebro sea tan maleable en la infancia como rígido en la edad adulta.

Esa plasticidad es bien conocida por los educadores religiosos, quienes han sabido aprovecharla para perpetuar sistemas de creencias y prácticas que de no ser troqueladas en la tierna infancia no aguantarían por un segundo el escrutinio de la razón. No es fortuito que al adulto le resulte imposible adoptar una religión distinta de aquella en que fue adoctrinado; o que acate con solemnidad y respeto los ritos de su propia fe, mientras que ve los rituales ajenos como mero fetichismo. De ahí que no sea casual que encontremos como primera acepción de la palabra “superstición” en el diccionario de la RAE, “Creencia extraña a la fe religiosa y contraria a la razón”. Y es dudoso que bajo el significado de “fe religiosa” se esté pensando en la fe que los antiguos nórdicos le profesaban a Odín, o los mayas al dios-abeja, Xmulzencab.

Pero no solo estamos blindados contra todo lo foráneo: somos también resistentes y adversos a cualquier cambio dentro de la propia cultura. En uno de sus tantos escritos, Bertrand Russell comentaba sobre los recelos y temores que causó el advenimiento del primer automóvil. Y cuenta cómo hace más de veintiséis siglos, Lao-Tsé veía en las canoas un artefacto subversivo, porque, en su opinión, cualquiera debería ser capaz de cruzar los ríos a nado prescindiendo de toda ayuda.

Y así como tantos románticos se resistían -y un puñado aún continúa haciéndolo- a cambiar la vieja máquina de escribir por el procesador de palabras, hoy, con la misma nostalgia sensiblera muchos se oponen al arribo del libro electrónico, “que jamás sustituirá al insuperable placer de hojear, acariciar y sentir el papel entre las manos”. Gústenos o no, es bastante probable que el libro tradicional tenga sus días contados. Los treinta y dos volúmenes de la venerable Enciclopedia Británica, muy a pesar de su rigor y excelente calidad literaria, hoy, al lado de Wikipedia, son una pieza de museo, un espécimen en vía de extinción como los linotipistas, los barberos y los sastres. Y es casi una certeza que las grandes bibliotecas, incluyendo la gran Biblioteca del Congreso, pronto serán ciberotecas no más grandes que el espacio que allí ocupan las obras completas de Cervantes.

Otra prueba de nuestro espíritu conservador es el pánico que despierta el uso de calculadoras y computadores en el salón de clase. Existe la opinión generalizada de que estos instrumentos limitan el intelecto, sustentada en la creencia errónea de que el aprendizaje de las matemáticas consiste en ejercitarse en la práctica de tediosos algoritmos. La repulsión que estos instrumentos generan es comparable, supongo yo, a la que pudieron sentir los antiguos sacerdotes en épocas babilónicas ante la invención del pergamino y la forzosa desaparición de la tradicional escritura en tabletas de barro.

La cultura, al igual que las especies vivas, conserva a veces especímenes anacrónicos que se resisten a desaparecer: la “u” después de la “q” y la hache muda en el idioma español; las monarquías y títulos nobiliarios; los innecesarios números romanos para designar los siglos; el viejo sistema inglés de pesas y medidas; las ridículas pelucas de los jueces en los países anglosajones; la toga, el birrete…

Pocos advierten que el teclado del computador es otro fósil viviente. Todos hemos notado que las letras están distribuidas en un extraño orden que quizá sugiere un juicioso diseño con miras a facilitar la escritura. La verdad es que la historia de esta insólita patología comenzó cuando los ingenieros de la Remington construyeron en 1874 la primera máquina de escribir, siguiendo un diseño propuesto por el ingeniero Christopher Sholes. En el modelo primitivo, cada tecla iba acoplada a uno de los extremos de un balancín, con el tipo de impresión en el lado opuesto. Al pulsar la tecla, el brazo subía y el tipo golpeaba el papel envuelto en el rodillo para luego regresar por gravedad a su posición original. Pero como el regreso era lento, si alguien intentaba escribir con mediana rapidez, los balancines no alcanzaban a regresar a tiempo a su posición de reposo, se trababan y bloqueaban la máquina.

Enfrentado al problema, Sholes, recurrió a la solución más simple: distribuir las letras sobre el teclado de tal forma que el ritmo de escritura resultase lo más lento posible. Esto explica por qué la “e” y la “a”, las letras más frecuentes en el idioma Inglés – también en Español-, no ocupan el centro, sino la parte izquierda, y por qué están a cargo de la mano menos “diestra”, y de los dedos medio y meñique; mientras que los dedos más ágiles, los índices, se encargan de la secuencia “F, G, H, J, K”, cinco de las letras menos frecuentes.

Lo increíble es que la pesada inercia cultural haya mantenido intacta por más de un siglo la improvisada idea de Sholes. Todos los intentos por interesar a los fabricantes de máquinas de escribir en nuevos y eficientes teclados han fracasado sin excepción. Una historia que corrobora la sorprendente fuerza conservadora del espíritu humano.

Reproducción de la columna completa de Klaus Ziegler en el diario El Espectador.

No hay comentarios:

Publicar un comentario